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Aunque Bundy fue arrestado y encarcelado a la espera de juicio, llegó a escaparse en dos ocasiones de la cárcel para continuar con su carrera criminal. La compulsión, la urgencia por matar y la falta de temor por ser atrapado le impedían detenerse y agudizaban su sadismo. Lejos de mostrar un perfil de psicópata reactivo, que mata solo cuando se siente presionado mentalmente, Bundy era un adicto; necesitaba su dosis de secuestro, violación y muerte.
Tras su segunda fuga el 30 de diciembre de 1977 y un vago intento de pasar desapercibido cerca de Miami, la sed de sangre de Bundy volvió a desatarse. Su último objetivo, en enero de 1978, fueron las estudiantes que pernoctaban en la Fraternidad Chi Omega de la Universidad Estatal de Florida.
Bundy entró en el edificio de noche y, habitación por habitación, golpeó a las estudiantes con un leño de madera destrozándoles el cráneo para vejar, morder y mutilar sus cadáveres. Esa misma noche, asaltó la casa de su penúltima víctima, Cheryl Thomas, con quien de nuevo repitió su ritual.
Días más tarde aún le quedarían más fuerzas para ponerle la guinda a su carrera sangrienta con otra violación y asesinato desmedidos: una niña de 12 años.